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Rayuela, Julio Cortázar: verborrea bellísima

  • Foto del escritor: Ian García
    Ian García
  • 28 jun 2018
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 26 sept 2018

La obra maestra del "boom latinoamericano".

Cortázar nace en los lindes del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Sus primeros tres años los vive entre las naciones aledañas al corazón de la bélica Europa y Barcelona; así lo explica de viva voz él mismo en la “Entrevista a Julio Cortázar” en el programa “A fondo” (1977, TVE).

Fragmento:


Julio es un titán, fue un titán, debiera decir, lo que vuelve mucho más interesante la relación acaso poética (acaso borgiana) que surge al pensar en las inmediaciones geográficas que tuvieron la mala fortuna de rodear sus primeros años. Sus primeros tres, he dicho, estuvieron entre Suiza, Bélgica y España. Más exactamente: Barcelona. Relación misma que no me permite dormir mientras pienso en qué sucedió en Barcelona; qué pudo suceder en esas tierras de Velázquez y Bécquer, quién piso los adoquines benditos y los esterilizó o los moldeó para la literatura hispanohablante. Seix Barral, Alfaguara, Planeta, Anagrama, y muchos más editores y editoriales que vieron nacer y presagiar la efervescencia de las letras latinoamericanas y españolas a mediados y finales del siglo XX. ¿Quién pudiera predecir el principio de todo?


Tendré que entrar en contexto para ser un poco más pulcro y diáfano. Por ahora daré una respuesta parcial y no tan parcial como pudiera llegar a pensar el lector de esta reseña: solamente Julio Cortázar.





Rayuela me llegó como un golpe positivo. Había leído algunos cuentos medianamente complejos que un lector contumaz y avizorado como yo podría comprender. Un poco de la “Casa tomada”. Un poco de la “Todos los fuegos el fuego”, que se me metió por los poros al contemplar algún hito vacío entre las habitaciones de los bares franceses que visitaban La Maga y compañía en Francia. Acaso como un falso Bretón reivindicado divagando entre las alcantarillas de un surrealismo desgastado y totalmente latinoamericano. Ni César Moro ha entrado hoy día en ese terreno desdibujado. ¡Qué valga la referencia! Éste es mi texto y yo lo enredo como se me da la gana. Había leído la “Continuidad de los parques” (y aquí tengo que abrir un paréntesis gigantesco porque lo amerita tal mención: si hablo de los cuentos en femenino es porque pienso que ya hemos pasado el punto en el que nos metemos en los bolsillos de la americana los secretos y las falacias y terminamos por entender que lo que Cortázar escribía eran “obras” y no cuentos –y si escribo los cuentos con cursiva y “obras” entre comillas; el lector sabrá comprender el glíglico escondido tras la trampa-), y ésta sí que me dejó tocadísimo. Menuda obra maestra.


Rayuela me dejó ensimismado. Abismado, sería más apropiado. Debatir sobre la lírica surrealista (¿prosaica?) del coloso argentino, aunque se trate de una disyuntiva en singular, no me parece ni de lejos lo más apropiado para entender la novela. El malditismo entre sus páginas se huele y se siente a cada minuto. A cada segundo. A cada sorbo de alcohol barato que da Oliveira o Babs. Majestuosa, Rayuela es probablemente el símbolo o signo más común entre los “intelectuales” contemporáneos (un completo y enajenado insulto al grandísimo Cortázar: no entienden una mierda); pero navegar en las nubes de su incertidumbre es una labor de guerreros. Julio nos regaló una antinovela (una contranovela, una meganovela), estrujó la tradición, caminó con los dedos del pie izquierdo sobre el dadaísmo y como en un sueño idílico nos expectoró… Rayuela.


La construcción del libro es, por lo bajo, quimérica o tántrica. Es un cigarrillo compacto de mota o un chute bien duro de mezcalina. Nada más comenzar, nos roba aire para darnos de lleno en el rostro: “convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas”. ¿Metáfora ilusoria o metalingüística? ¿Somos acaso como esbozos de esa mujer ilusoria dibujada en París?


Un encuentro entre Cortázar y el lector afinado no es casual. Es causal.


No perdamos el hilo, por favor. Decía que Julio Cortázar, emblemático hasta el cansancio de las palabras, colige la vida de Horacio Oliveira, poeta o escritor o artista o cineasta o pintor o clochard, quien ha de mezclarse con Lucía (hechicera de profesión) y juntos se tornan el escindir real de la antinomia kantiana: la luz y la oscuridad, la noche y el día, el corazón y la razón. El libro, que no es un libro, o quizá sí lo sea, no lo sabremos jamás, se deja desmenuzar de dos maneras: 1. manera clásica (que de clásica no tiene ni un pelo), terminada en la página cincuenta y seis; y 2. de manera alternada, forma la cual se desenvuelve como un acertijo griego o un tablero de direcciones.


¿Qué más se ha de decir sobre la mayéutica de la juventud argentina y, más específicamente, latinoamericana? Entre callejones vacuos un auténtico amante de la historia y la literatura se deberá topar con los líos románticos y pretenciosos de un montón de borrachos y drogadictos grandilocuentes sin ton ni son. Las crisis de personalidad son existenciales y las existenciales de carácter psiquiátrico. Las discusiones jazzísticas por las que navega el narrador (el lector) –siempre como un Ulises más de Joyce que de Homero-, le parecerán meros juegos semióticos a lo Pierce o Eco: primero Del lado de allá (París) y después Del lado de acá (Buenos Aires). Como una apropiación hispanoamericana de la narrativa eurocéntrica.


Dios, el viento, morir, vivir, jazz, Morelli, poesía: vida, Poesía / Vida (quiero decir, poesía-vida), música, dolor; confieren una altura estacionaria al viaje primaveral. Morirás de un infarto o de amor al llegar al final del libro, lo sabes y te cuece las entrañas. Cuando el literato avanzado da la venia para leer este mamotreto, no das más que para una sesión viva de hipnotismo y elogios a la lengua. Un monólogo que el autor nos regala. Verborrea y más verborrea. Verborrea bellísima. Seguro el maestro no lo entiende, tanto da. La ligera sospecha de estar ante una obra cumbre te surca la espalda y las extremidades cuando, de improviso, te sorprendes embelesado por la astucia y la profundidad: imposibilidad de todas las posibilidades. En el universo de Cortázar, la lógica se va al carajo. El bueno o el malo, el macho o el puto, todo eso ahí no tiene lugar. Julio, osadía mía de llamarlo por su nombre de pila, construye y deconstruye personajes reales. Es autobiográfico, lleno de luces, de colores, de figuras y de una honda pasión por la estética. Las letras te hallan de rodillas una a una. Rápidas, poéticas, libres, armónicas. Mi lenguaje no da para tanta emoción contenida.



Estoy a punto de explotar. El libro se mantiene convexo como un ala de avión, a lo “On the road” de Kerouac. Similar a las nubes baudelairianas; pero el auténtico galimatías comienza cuando has terminado con él de pasta a pasta. Sin más. Usar un coartado discurso altamente evasivo y abstruso (como en la secundaria, como ahora mismo) para opinar sobre Rayuela -enorme hasta en el final de las palabras- es incluso comparable a una mentada de madre. Digamos, pues, que pretender elaborar sobre la historia es una ofensa o un honor aún mayor, según se vea. No simplifiquemos. Basta de alucines. Ya mejor me largo de estos versos igual que vine. Es mi crítica a fin de cuentas.

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